Cómo dejé de amamantar a mis hijos
La típica imagen de la madre placentera amamantando a su bebé no es siempre la misma que se vive día a día. Las ojeras y el cansancio tumban, ni hablar del tormento de no estar perfectamente arreglada, pero lo que sí es real es que al lograr esa conexión entre madre e hijo es la experiencia más hermosa y a la vez extraña que he tenido en la vida.
Fueron dos hijos y dos experiencias similares. Ahora, que desteté al más pequeño siento que cumplí con mi propósito: darles un largo período de lactancia materna, aunque algunos digan que fue demasiado.
Cuento mi experiencia no sólo por la maravillosa conexión que se siente, ni por la fortaleza que debemos tener cuando el cansancio apremia y nuestros hijos nos piden ser amamantados, incluso muchas veces no por hambre si no por consuelo o cariño, sino porque sé estarán identificadas con algunos detalles y hasta espero que mi historia les sirva de guía.
La primera vez premia la inexperiencia
Con mi primera hija, Valentina, el inicio fue mucho más duro. Los primeros días de lactancia casi me enloquecieron, pero con mi segundo bebé ya sabía cuál era el camino y no desesperé: esperé la bajada de la leche y somaticé el dolor de los pezones con las tetinas.
Cuando el proceso arranca todo fluye. Incluso, les confieso que en muchos casos la teta lo soluciona todo: el hambre cuando toca, el llanto, el consuelo luego del golpe, el pinchazo de la vacuna y hasta el mejor de los abrazos cuando toca dormir.
Sin embrago, un punto que sí resultó muy difícil para mí fue el destete. En ninguno de los dos casos fue fácil pasar a una nueva etapa, pues lo sentimental y la angustia de madre jugaron un papel importante.
Cuento la experiencia porque sé que muchas otras mamás se sienten identificadas y quizás a través de un testimonio puedan ver que no es el fin del mundo.
A Valentina la amamanté 2 años y 4 meses, siguiendo las indicaciones de la Organización Mundial de la salud (OMS), y la verdad cuando cumplió el año amamantarla era tan hermoso y mágico que quise prolongar ese momento lo más que pude.
Pero, como en todas las historias, ya hablaba claro y en cualquier lugar público me pedía su “tetiti” como le decía. En un país con poca cultura de prolongar la lactancia materna eso tampoco era bien visto, más sí los teteros y los chupones.
Me daba mucha lástima echarme salsas o cualquier cosa desagradable, pensaba que no dormiría en la noche si la destetaba, que le haría mucha falta y eso me llenaba de angustia.
Un día, en medio de mi cansancio y con la firmeza de que ambas debíamos pasar a otra etapa, tomé la determinación sin mirar atrás. Como siempre hemos hablado y la he llenado de explicaciones le dije que la “tetiti se había enfermado, que había que darle remedio”.
Fue todo un proceso, le echaba con el gotero el remedio que para ella era familiar (acetaminofén) y le decía que no se podía tomar más. Ella preguntaba una y otra vez si estaba bien y le respondía que no.
Esa noche, para mi sorpresa, no sólo se durmió sino que lo hizo toda la noche sin interrupción para buscar ser amantada. No me quedó duda, ya estaba preparada para una nueva etapa y su actitud me dio mucha tranquilidad.
Sustituí el amamantar, sobre todo en la noche, por muchos abrazos y besos. Le sobaba su barriga y la abrazaba hasta quedarnos dormidas.
A pesar de su aplomo, duró como un mes un poco brava conmigo. Seria diría yo, y se apegó un poco más a su papá, pero ese duelo pasó y volvimos a ser las mismas que hoy, 11 años después, somos.
No siempre es igual
La experiencia con mi primera hija no sirvió mucho en el destete de mi segundo hijo. Con Gabriel dar el paso fue mucho más difícil, tal vez porque mi vida estaba más llena de preocupaciones, responsabilidades y porque volví a ser madre 8 años después.
El proceso se alargó y llegó un momento en el que, definitivamente, me relajé porque dije “no llegará a los 20 años pidiéndome ser amamantado”. Y es verdad, la vida no es estática y los hijos no se quedan con las mismas costumbres toda la vida.
Sentí agobio y en medio de él no dudé en echarme todo tipo de salsas y cualquier tipo de combinación comestible, hasta el punto que ni yo misma me aguantaba el olor. Sin embargo, mi hijo me limpiaba y se volvía a “pegar”; cuando habló me pedía que no me echara salsa y en otras ocasiones le pareció maravillosa la combinación y la disfrutaba.
No apliqué lo de la “enfermedad” porque una psicóloga infantil me dijo que el destete marcaba el cómo resolverían los problemas o asociaban las transiciones, por lo cual era mejor hacerlo con conceptos positivos.
Con Garbriel, y no se asombren, el proceso se alargó (en medio de intentos fallidos) a 3 años y casi 2 meses. La solución fue la más sencilla y la que menos se me ocurrió: hablar con él.
Le dije que era un superhéroe, que era grande, que solo los bebés eran amantados y que ya debía quedarse solo con la leche en el vaso, en esto fue importante que su papá y su hermana apoyaran con el mismo discurso.
Le reforcé, una y otra vez, su condición de superhéroe, su fuerza, lo grande que es y, aunque tuvo varios intentos fallidos por retomar el ser amantado, finalmente prevaleció el querer crecer.
Ahora, sin dudar me defiende a mí, a su hermana y a sus amigas del maternal de “dragones, búhos y dinosaurios”.
Con mi historia y desde mi experiencia sólo puedo decirles que el crecer es un proceso natural, que se da solo. En ocasiones nos angustiamos más de la cuenta, pero nuestros hijos no estarán en nuestros brazos toda la vida, pues será más interesante correr y experimentar en el piso; no dormirán eternamente en nuestras camas, porque querrán estar solos en sus cuartos; y no tendrán eternamente un chupón, el “trapito”, el juguete inseparable o la famosa “tetico” como en mi caso la llamó mi hijo.
Todo tiene su momento y espero que mi humilde experiencia les sirva…
Fotos: Pixabay/Flickr